Lanzar un Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica es, por lo menos, una iniciativa ambiciosa. Mas allá de los desafíos institucionales que implica, su mismo nombre presume tres supuestos que no son para nada obvios: que el «desarrollo rural» tiene futuro como proyecto político-normativo en la región; que tiene sentido pensar este futuro y este proyecto a nivel de Sudamérica – o sea, que Sudamérica existe como una unidad de análisis y reflexión; y que la generación de conocimiento pueda influir en este futuro. El reto del Instituto es demostrar que estos supuestos son acertados, y así poder legitimar su propia existencia.
Me parece que estos supuestos puedan servir como temas de discusión futura en este foro, pero por el momento los dejo pendientes para hacer una reflexión distinta sobre la importancia de «lo rural,» dejando de lado el tema del «desarrollo» hasta el ultimo párrafo. Lanzo unas observaciones sobre la importancia y el significado social, cultural y ecológico de lo rural. En cada dimensión, sugiero que la manera en que lo «nacional» procesa «lo rural» plasma una contradicción profunda.
La primera observación es que lo rural ha sido el escenario de conflictos sociales que han definido elementos importantes del carácter de la región: los conflictos sobre el acceso a la tierra que antecedieron varios programas de reforma agraria tuvieron lugar principalmente en el campo; el surgimiento de movimientos indígenas (y sus luchas para recuperar sus territorios ancestrales) ha sido un fenómeno con importantes raíces rurales; las guerras internas en varios países se han consolidado y se han peleado en espacios mas rurales que urbanos; etc. Además, este no es solo un fenómeno del pasado. Mientras varios de estos conflictos siguen vigentes, han llegado otros nuevos: sobre la expansión y los efectos de las industrias extractivas; sobre el control de los territorios productores de materia prima para la droga; sobre los efectos ambientales y sociales de la integración infraestructural regional. En suma, los temas que se pelean -en y desde lo rural- siguen siendo medulares para la sociedad sudamericana, y su evolución (y resolución final) terminará definiendo la trayectoria de estas sociedades. Sin embargo, y no obstante su importancia en la definición del futuro de muchos países de la región, existe cierta tendencia de no querer analizar estos conflictos con la profundidad que merecen. Mas bien, parece haber un deseo de clasificar a los grupos en conflicto como irracionales, politizados o simplemente interesados – esta insistencia en descalificar a los conflictos, niega a la sociedad la posibilidad de debatir lo que realmente esta en juego, y pensar futuros distintos en base a estos debates.
La segunda observación es que culturalmente el campo se procesa como un referente para lo que «éramos» antes. La distancia en el espacio funciona como la distancia en el tiempo. Como tal, el campo es un objeto de nostalgia, además una nostalgia con cierto poder simbólico político – por algo los presidentes nacionales van al campo y se visten de poncho. La misma nostalgia se refleja en distintos objetos de consumo cultural – artesanía, arte, musica etc. Pero al mismo tiempo, el campo funciona – muchas veces para los mismos nostálgicos – como indicador de lo que ya no queremos ser. Aun hoy, año 2008, conversando con elites y profesionales se puede oír hablar de la población rural como primitiva, atrasada. Frente a esto la respuesta política parece ser «modernicemos el campo»: metamos mina, perforemos pozos de petróleo, metamos biodiesel, metamos agricultura de exportación. Lo que por un lado se extraña como repositorio cultural de algo perdido, por otro lado se quiere borrar del mapa. Subyaciendo esta respuesta es la certeza de que lo rural y su sub-suelo es propiedad y patrimonio nacional, y que por lo tanto actores nacionales y urbanos tienen el derecho de definir como se debería usa el espacio rural (aunque la idea de que actores rurales pudiesen tener el derecho de definir el uso del espacio urbano seria rechazado como ridículo). Aquí, entonces, hay una contradicción no solo política sino existencial.
Tercera, en su dimensión ecológica el campo se ha vuelto el escenario por excelencia de lo que el teórico James O’Connor llama «la segunda contradicción del capitalismo». Para O’Connor, esta segunda contradicción radica en la relación entre el capital y la naturaleza, relación en la cual la dinámica de la acumulación tiende a destruir una de las condiciones necesarias para que esta acumulación pueda sostenerse en el tiempo – o sea, la estabilidad de ciertos procesos y sistemas ecológicos. La destrucción del medio natural puede complicar la acumulación directamente – haciendo que la producción se vuelva más costosa y más vulnerable. Además puede aumentar los costos y la precariedad de la reproducción social que también es necesaria para un proceso de acumulación sostenida. Uno no tiene que aceptar el argumento de que esta contradicción es inherente al capitalismo para reconocer que la tendencia hacia esta destrucción es real y que buena parte de esta destrucción ocurre en las zonas rurales (al mismo tiempo que los efectos de los cambios ambientales globales también tienden a hacerse visibles en las zonas rurales antes que en las urbanas).
Tres contradicciones – o tres caras de la misma contradicción:
Lo rural provee un conjunto de servicios ecológicos que hacen posibles la producción y la reproducción; sin embargo, la sociedad permite que los activos ambientales que dan sustento a estos servicios sean destruidos;
Lo rural ocupa un lugar privilegiado en las identidades culturales urbanas y nacionales; sin embargo, la tendencia es menospreciar la misma base de esta contribución cultural para poder insistir en la superioridad de la modernidad urbana;
Lo rural es escenario de conflictos de gran envergadura nacional; sin embargo, la tendencia es menospreciarlos o co-optarlos, más no analizarlos como materia prima para repensar las instituciones nacionales.
¿Cómo explicar estas contradicciones? ¿Algo tienen que ver con la dinámica del capitalismo en Sudamérica, como nos diría O’Connor? ¿Nacen de una larga historia en la cual las elites han visto al campo y sus habitantes como sus tutelados, sus pupilos? ¿Nacen de una convicción, profundamente arraigada, de que, a fin de cuentas, la razón siempre se encuentra en la ciudad? … Existe un sinnúmero de hipótesis, y es difícil elegir la más importante entre ellas. No obstante, lo que es cierto es que estas contradicciones amenazan la viabilidad y calidad de las sociedades latinoamericanas y que, por lo tanto, es imprescindible enfrentarlas. También parece evidente que sus causas son demasiado profundas y estructurales para poder enfrentarlas simplemente con proyectos de desarrollo. De hecho, no es obvio que el mismo concepto del desarrollo ayude en la búsqueda de soluciones, ni tampoco el lenguaje de «la nueva ruralidad.»
Cualesquiera que sean las causas de estas contradicciones, parece necesario que una iniciativa como la del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica discuta, problematice y explicite los distintos valores y contribuciones de lo rural dentro de distintos contextos nacionales y supranacionales de la región. En la medida en que el desarrollo «debería» ser un proceso que construya sobre la base de valores y activos ya existentes, tal trabajo es sine que non para pensar estrategias hacia el futuro que promuevan sinergias entre lo rural y lo nacional – sinergías que sean culturales y socio-políticas y que no sólo se basen en la noción de que la importancia de lo rural radica primordialmente en su capacidad de producir mercancías.
La Coalición de Movimientos y Organizaciones Sociales de Colombia, COMOSOC es un proceso de articulación de organizaciones sociales de base locales, regionales y nacionales, que existe de hace casi 20 años y trabaja para dar a los movimientos sociales un papel político, de actores protagónicos en la construcción de cambio en el país.