En respuesta a las críticas recientes sobre los ambientalistas como “obstructores” de proyectos de desarrollo en Colombia, uno de ellos demuestra que el problema ecológico es más grave de lo que se piensa y que faltan muchísimas acciones.
Rafael Colmenares*
La pelea por el ambiente
Las recientes afirmaciones y descalificaciones del columnista Ramiro Bejarano sobre un supuesto “ambientalismo extremo” plantean un debate que no podemos soslayar.
Debemos, sin embargo, elevar el nivel de la discusión, pues la disputa no es cosa de poca monta: se trata, nada más y nada menos, que del rumbo extractivista que ha tomado el “modelo” de desarrollo desde la “apertura económica” y su profundización bajo los gobiernos de Uribe y Santos, con sus tratados de libre comercio, su confianza inversionista y sus adecuaciones jurídicas como el Código de Minas.
En este último se llega al extremo de declarar la minería actividad de utilidad pública e interés social, un estatus que ni siquiera tiene la producción de alimentos, y que permite la expropiación “exprés” de los propietarios que no se plieguen a las exigencias del concesionario minero.
Se nos quiere llevar a una suerte de guerra de las cifras, afirmando que la extensión de las áreas comprendidas en los títulos mineros otorgados son una mínima parte del territorio continental colombiano y que los ambientalistas exageramos los efectos de la extracción minera.
Fácil es demostrar, con las propias cifras oficiales, que la magnitud de las extensiones otorgadas representa un enorme riesgo para los frágiles ecosistemas colombianos. Y a ello se suma que la extracción a cielo abierto y las tecnologías asociadas con ella, propias de la minería transnacional, son particularmente depredadoras.
Sin embargo, lo que implica el extractivismo minero y su compadre, el agropecuario, va mucho más allá de los efectos ambientales y sociales inmediatos. Por las características del territorio colombiano y su particular ciclo hidrológico estas prácticas afectarán, para siempre, la posibilidad de un nuevo tipo de sociedad articulada con los sistemas productivos acordes con las condiciones especiales del trópico húmedo.
Lo anterior es todavía más claro si recordamos que el territorio acumula las consecuencias de sucesivos estilos de desarrollo depredadores, como la praderización en beneficio del latifundio ganadero, el monocultivo de la palma aceitera en el Magdalena Medio y en los Llanos Orientales, o de la caña de azúcar en el Valle. Este último dio lugar a una de las luchas ambientales pioneras en Colombia, ya en los lejanos años setenta: la defensa de la Laguna de Sonso, movimiento liderado, entre otros, por el inolvidable Carlos Alfredo Cabal y el maestro Aníbal Patiño, coterráneos y conocidos los dos del columnista Bejarano.
Ciclo hidrológico y deterioro del territorio
La alteración del ciclo hidrológico en el territorio colombiano es particularmente grave por la pérdida de gran parte de la vegetación originaria, sobre todo en la zona andina. Dicha vegetación regulaba una escorrentía propensa a la aceleración, por la diferencia de altitud entre las principales zonas de captación, como los páramos, y los desagües naturales que son los grandes ríos del sistema andino o los pertenecientes a las cuencas del Orinoco, el Amazonas o el Pacífico.
La conformación de nuestro territorio tiene grandes ventajas y beneficios como la enorme biodiversidad y la abundancia de agua, y aún somos la octava reserva de agua dulce del planeta. Pero estas condiciones también imponen un manejo muy cuidadoso de los ecosistemas pues en la naturaleza las ventajas pueden convertirse en su contrario cuando se actúa en contravía de su lógica. Es lo que ha ocurrido en Colombia a pesar de las sucesivas advertencias.
El 13 de mayo de este año fue dado a conocer el V Informe Nacional de Biodiversidad de Colombia. El documento no hace sino ratificar las tendencias de pérdida de especies y hábitats que vienen observándose desde hace más de veinte años y que han causado problemas graves como las inundaciones de hace tres años.
Según el informe la cobertura vegetal decreció del 56,5 por ciento del territorio al 51,4 por ciento en los últimos años, y el costo del deterioro ambiental se calcula en el 3,5 por ciento anual del PIB, una cifra alarmante. La síntesis del informe podría ser: “pasamos los umbrales de irreversibilidad”, según la expresión de Lorena Franco, una de las autoras del estudio.
Eliminar la vegetación original, sustituirla en gran escala por pastos y monocultivos, como se ha venido haciendo por terratenientes y agroindustriales, o simplemente eliminarla como lo hacen los mineros y los urbanizadores, es gravísimo pues acelera la escorrentía.
El agua arrastra a su paso el suelo y sedimenta los ríos y con ello no solo provoca inundaciones sino que impide la adecuada infiltración y recarga de los acuíferos. Cuando sobreviene la sequía escasea el agua pues en el período lluvioso esta pasó de largo y no se alcanzaron los niveles requeridos de recarga.
Lo anterior no deja duda de que la causa de la vulnerabilidad del país a las sequías e inundaciones es la pérdida de la cobertura vegetal ocasionada por el modelo de “desarrollo” depredador que se ha impuesto.
La oposición al extractivismo minero
Frente a todo lo expuesto, el extractivismo minero que impulsa el gobierno Santos, heredado de Uribe, es un golpe de gracia a los ecosistemas colombianos, porque afecta ecosistemas esenciales para el ciclo hídrico, como páramos, acuíferos, ríos y, desde luego, vegetación.
Por las razones anteriores, en la oposición al exractivismo minero confluyen diversas corrientes del ambientalismo colombiano. Destacados exfuncionarios del sector ambiental como Julio Carrizosa y Manuel Rodríguez Becerra, entre otros, se han opuesto a la “locomotora minera” y han denunciado el desmonte del Sistema Nacional del Ambiente, que ellos ayudaron a crear.
Pero el ambientalismo no se reduce a las anteriores y autorizadas voces. Involucra también a los opositores a La Colosa en el Tolima, donde varias organizaciones ambientalistas se aliaron con la población para realizar la histórica consulta popular de Piedras, que el gobierno ha intentado desconocer apoyándose en otro de los personajes frecuentemente atacados por Bejarano: el procurador Ordóñez (¡qué ironía!).
El ambientalismo se nutre hoy de las múltiples y variadas resistencias que por doquier surgen en el país contra los megaproyectos hidroeléctricos, como el Quimbo o Hidrosogamoso y contra los planes minero-energéticos como la explotación petrolera en el Casanare o la explotación de oro en Santurbán, que concitó el apoyo de toda la sociedad santandereana a partir de la alarma prendida por el Comité de Defensa del Agua y de la Vida.
Frente a la amenaza del fracking, se promovió un proceso de recolección de firmas pidiendo una moratoria en desarrollo del principio de precaución, sobre la base de una comunicación dirigida al presidente Santos por el Fondo Mundial por la Naturaleza (WWF), Dejusticia y el Foro Nacional Ambiental.
La campaña anterior se añade a la iniciativa de Moratoria Minera planteada desde el año pasado por organizaciones como Censat-Agua Viva, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y la Unión Libre Ambiental.
Adicionalmente, algunas de las anteriores, y otras como Tierra Digna y el Comité Ambiental del Tolima, presentaron una demanda de acción popular pidiendo el cierre de la ventanilla de recepción de títulos mineros, pues el Gobierno la reabrió sin que se hubieran cambiado las condiciones que llevaron a su cierre.
La propuesta ambiental y la paz
El ambientalismo, sin embargo, no se limita a la oposición y resistencia frente a las políticas oficiales, porque también viene haciendo propuestas alternativas. Ya mencioné la experiencia agroecológica colombiana; podría añadir la notable gestión de numerosos acueductos comunitarios, urbanos y rurales, gracias a los cuales beben muchos compatriotas en las zonas rurales y en los suburbios de las ciudades.
Este movimiento también cuenta en su haber con la iniciativa del referendo por el derecho humano al agua, respaldado por más de dos millones de personas y desdeñado por las mayorías uribistas del Congreso.
En un trabajo callado, organizaciones como la Corporación Ecofondo impulsaron la agroecología en alianza con indígenas, campesinos y afrodescendientes. Estas numerosas e importantes experiencias son un aporte para la reconstrucción del campo colombiano, que necesita una redistribución de la propiedad y un nuevo sistema productivo, no demandante de las tecnologías e insumos agrotóxicos de la revolución verde o de los transgénicos.
También sería preciso promover el comienzo de un cambio en la matriz energética, aprovechando las ventajas de la radiación solar intensa y continua. Esto contribuiría a la lucha contra el cambio climático.
Es urgente proponer un nuevo modelo de ciudad, desconcentrando la población de Bogotá y la Sabana; privilegiando de veras el transporte público sobre el automóvil particular, promoviendo la agricultura urbana y la proximidad de los núcleos productores de alimentos. En ello podrían aportar las notables experiencias de reciclaje de residuos sólidos y orgánicos existentes en el país.
Debemos indagar en nuestro pasado indígena, con su invaluable aporte en el manejo del agua, inspirarnos en el legado de la cultura anfibia zenú que se prolongó por décadas en La Mojana y otras zonas de la costa caribe hasta que el latifundio ganadero, la agroindustria y el paramilitarismo la pusieron contra la pared.
Colombia todavía tiene numerosos pueblos indígenas y afrodescendientes que tienen la clave del manejo adecuado del trópico húmedo pero que permanecen marginados, cuando no son asesinados y desplazados por los actores del conflicto armado.
Lo anterior cobra singular importancia cuando se dialoga en busca de la paz, cuyo primer paso sería el acuerdo con las FARC y el ELN. Pero esta no podrá lograrse plenamente, ni será duradera, mientras no se reflexione y actúe sobre las causas del conflicto, para nada ajenas a las formas como se ha ocupado el territorio y a los sistemas productivos que en él se han implantado.
* Exvocero del referendo por el derecho humano al agua y miembro de Unión Libre Ambiental.
Christian Mantilla. Abogado defensor de derechos humanos, con experiencia en proyectos colaborativos orientados a la promoción y defensa de los derechos de la población rural y la incidencia en políticas públicas para la ruralidad. Interesado en la investigación socio-jurídica en políticas públicas, derechos humanos y la acción colectiva de las comunidades rurales indígenas, negras y campesinas.